miércoles, 7 de junio de 2006

Leer un poco de "Pan de Oro"


El hijo del imaginero


María de Heredia durmió mal la noche anterior a mi nacimiento, y ese día madrugó más de lo acostumbrado. Despertó a las criadas e hizo trasladar su amplio y solitario lecho de viuda reciente desde la recámara a la sala que se asomaba al sur a través de un par de magníficos balcones. Aún no hacía dos meses que mi padre había muerto, así que fui hijo póstumo. Que mi madre viviera un trance tan extremo, seguramente, provocó mi nacimiento prematuro. Llegué a este mundo en la calle San Pablo de Zaragoza, un 7 de junio de mil quinientos cuarenta y siete, cuando las vecinas campanas de la iglesia del barrio acababan de anunciar la hora tercia con su ineludible timbre mudéjar. Y mi madre me llamó Luis. Segura de que yo iba a nacer, había ordenado retirar los cortinajes de los balcones y la luz recién amanecida del inminente verano alcanzó la estancia, donde bailaron doradas como pececillos las briznas de polvo que surgían de los rincones en sombra. Hacía algo de calor y abrieron. El bullicio y el trajín del mercado, no muy lejano a mi casa, fue llegando con nitidez, mezclándose los gritos de reclamo de los vendedores clavados tras sus bancadas con el ir y venir de las gentes, que de trecho en trecho forman constantes corrillos y mentideros.

De la arqueta donde guardaba las mudas mi madre sacó su camisa más querida, que ella misma había confeccionado a la morisca y bordado con tiras carmesíes, y se la vistió. Esa arqueta la había armado mi padre, que fue escultor y mazonero y algo pintor, y está toda adornada de preciosa marquetería a la italiana en la que pequeños cupidos muy serios bailan con delfines como flores de acanto entre diversas panoplias triunfales y jarrones con lirios. Mi padre era italiano. María de Heredia, la viuda de Pedro Milano, se subió a su lecho, mandó luego a una de las mancebas en busca de su comadre Agustina López y de la partera, y aguantó los primeros dolores en su cama acuclillada mientras la iba buscando el sol, sujeta con fuerza a un retrato de mi padre que había pintado un colega llamado Martín García unos años antes. Juraba impropiamente e increpaba a la imagen de mi difunto padre de manera tan ofensiva, que las vecinas que iban llegando a la casa pensaban que el parto estaba haciendo entrar en ella la locura o alguna extraña forma de posesión maligna. Mi madrina Agustina López me explicó al cabo de los años que a mi madre le atravesó de parte a parte en este lance un frío de ausencia tan profundo, sintió en sus adentros un abismo de tal hondura, que mientras duraron los dolores y el parto ni gritó ni suplicó ningún alivio, tan sólo profería terribles reproches contra aquel que la había abandonado con un hijo a medio camino de este mundo y otros cuatro más que ya tenía de un primero y anterior matrimonio de mi difunto padre, mis hermanos Juan, Francisco, Ana y María, todos por entonces aún menores de edad. Otros tres hermanos míos habían muerto ya antes de que mi padre y mi madre se desposaran y yo fui el primer hijo de mi madre, que era todavía joven cuando me parió. Había cumplido veinticinco años un mes antes, unos pocos días después de morir mi padre, el cual falleció pasados los sesenta. Entre ellos mediaban pues tantos años que se hacía difícil contarlos. Por eso, cuando se casaron, los zagales de la calle y muchos más venidos de otras parroquias hicieron sonar los cencerros durante buen rato en busca de unas monedas que seguramente mi padre no tardaría en lanzarles por hacerles callar más aprisa. De qué malas costumbres usamos en muchas ocasiones. No sé si fueron felices. Mi madre me dijo que en el escaso año y medio que vivió mi padre después de la boda alcanzó a amarle con gran ternura y dedicación, a pesar de que fueron muchas zozobras las que la embargaban en ese tiempo. Aunque, ya digo, si la hubiera podido entender cuando llegué a este mundo no parece que hubiera sido posible creerla puesta en tanta devoción hacía él.

Toda la vida he continuado viviendo en la casa familiar de la calle San Pablo, donde durante mucho tiempo casi todo siguió igual que el día de mi nacimiento, exceptuada la presencia de mi padrastro y de mis dos nuevos hermanos, con los que tuve gran afinidad, aunque nunca consiguieron paliar mi condición sentimental de huérfano, ya que civilmente no lo fui en efecto desde el nuevo casamiento de mi madre. Mi padrastro, que se hizo cargo con mucha voluntad de mí y de los otros hijos de mi padre y de quien he heredado el oficio de mercader, quiso instalar su almacén en la bajera de la casa, donde había estado el obrador de retablos de mi padre. Mi madre se negó. Y allí siguió la habitación varada, lugar privilegiado de juegos para mis hermanos y para mí hasta que vino a ocuparla por herencia mi hermanastro Juan, él también con sus retablos. Tampoco consiguió mi padrastro que nos mudáramos de casa, por lo que él tuvo que buscar otro alojamiento donde ejercer sus tratos con trigo, aceite y vino, ya al lado de la ciudad vieja, frente al mercado y a la puerta de Toledo, en la esquina de la calle de la Sal.

Como a veces mi padrastro andaba fuera de Zaragoza durante días, yo aprovechaba sus viajes para imaginar que algo le ocurría en los caminos y que, como mi verdadero padre, él igualmente se moría. No sé por qué lo hacía. Yo quise mucho a mi padrastro, que fue en realidad el único padre que he tenido en mi vida. Nunca le conté a mi madre esta despiadada imaginación mía de niño, aunque yo creo que no me lo hubiera tomado en cuenta. He tenido siempre remordimientos por ello, pues la invención infantil se hizo realidad pocos años después, justamente cuando mi padrastro acababa de iniciarme en el negocio familiar, del que tuve que ocuparme enteramente antes de lo previsto y muy a mi pesar; ya que desde zagal lo que me gustaba era trastear con las gubias, los cinceles y los pedazos de madera que conservábamos en aquel obrador desbaratado. A María de Heredia se le ponían los pelos de punta cada vez que me encontraba en aquella habitación. Tenía la convicción de que tanta estatua y tanto retablo tallados por su primer marido no le habían servido a éste sino para vivir en un continuado desasosiego que por nada quería para ninguno de sus hijos. Y, aunque yo había pasado las horas muertas al lado de mi hermano Juan mal despellejando tocones, mi madre se negó más tarde rotundamente a confiarme a ningún maestro imaginero que me enseñara convenientemente las artes del oficio. Mas bien apremió y acosó a mi padrastro para que mejor antes que tarde me llevara con él a sus negocios e incluso a alguna de sus salidas fuera de la ciudad. Se trataba de que le cogiera afición a este asunto tal del comercio. He de admitir que al final la adquirí, aunque para entonces mi mentor ya hubiera fallecido. La necesidad por lo tanto no fue ajena a esta resulta tan deseada por mi madre.

Debo añadir que a ella no le faltaban razones para sentir aversión por el oficio de los imagineros y los demás de condición similar. Mi padre se había ido de este mundo mal encarado con por lo menos la mitad de la humanidad, que nunca supo apreciar sus verdaderos deseos y aspiraciones, sino más bien muy al contrario le obligó obra tras obra, encargo tras encargo, a repetir fórmulas y formas, rostros y gestos que llegaría largamente a aborrecer. La enfermedad que le sepultó era, según los doctores, de carácter nervioso, y según mi madre su trabajo y sus continuados berrinches y frustraciones debieron tener mucho que ver en que se le declarara el mal y en que lo hiciera con tal gravedad que terminó matándolo. No acabaron aquí las desgracias. Si mi madre impidió con inquebrantable decisión que yo me entrara como aprendiz de imaginero, mi padre, muy al contrario, un año antes de morir había dispuesto que mi hermano Juan se firmara con su compadre del alma y padrino del muchacho, Tomás de Berasátegui, también maestro de retablos y de imágenes, aparte de marido de mi madrina Agustina López. Este hermano mío en verdad fue un magnífico escultor, tempranamente reconocido tanto por sus colegas como por quienes valoraban con sus dineros su trabajo, y no le faltaron encargos importantes desde el primer momento. Parecía que él iba a enderezar en alguna forma la suerte de mi padre, porque defendiendo la pureza de estilo y apegado al espíritu de lo antiguo conseguía el aprecio y los elogios que aquel no logró nunca, sino cuando renunció a ese concepto y se entregó a expresiones más extrovertidas y tortuosas, tan apreciadas por casi todos en general, porque las entienden como más propias del buen sentir y más convenidas con la recta moral. Cuando la vida de uno depende de la opinión de los demás, todo en ella se torna obra de la mano de la fortuna impredecible, más aún si cabe. Y no obstante no sucumbió Juan a la voluntad de los hombres, sino a la de Dios, pues de la noche a la mañana él murió también, con tan sólo veinticinco años, de una repentina y fulminante infección que se lo llevó en días. La sala baja de nuestra casa, el taller de mi padre que mi madre se había empeñado en resguardar por respeto y porque además era la herencia de mi hermano, la que mis hermanos y yo visitábamos a escondidas, y en la que aquel se había instalado luego consiguiendo revivirla, fue entonces verdaderamente clausurada, sin ni siquiera resquicio para los juegos. Nadie pudo volver a entrar en esta estancia hasta después de la muerte de mi madre. Siempre he creído que sin saberlo en su corazón era tanta la animosidad como la admiración hacia ese arte de la escultura y la mazonería. Sus sentimientos mezclaban actitudes de reverencia y desconfianza, propias unas y otras de alguien que no acertaba a comprender ni las razones ni las leyes en verdad poco comunes que ordenan estas artes. En cualquier caso, todo aquello era magia para ella, porque las figuras parecían llegar desde otras dimensiones, oscuras y divinas, manejadas con vieja familiaridad por las manos de su marido, de las que se desprendían luego como con un aliento propio que no dejaba de causarle susto cada vez que entraba en el obrador y las contemplaba. Y eso que cuando mi madre le conoció mi padre andaba ya gastado por la enfermedad y sus dedos se habían hecho torpes. Yo creo que María de Heredia vivió todo aquello con una emoción intensa e incontrolada, algo así como el convencimiento de que al casarse con mi padre se había situado bajo la influencia de una maldición de la que luchaba por escapar con todas sus fuerzas. Y desde luego no estaba en su voluntad consentir por nada del mundo que yo también me adentrara en esas medias luces. A mi entender, estaba rotundamente equivocada. Yo podía haber sido un amable y feliz artesano constructor de retablos en esta ciudad tan parecida a las de Italia según dicen los viajeros que la frecuentan, aunque no creo que tal sea exactamente verdad, y con los que me entretengo muchas veces hablando en mi almacén o junto al atrio de la iglesia de Santiago, lugar de reuniones frecuentes y a menudo agitadas, porque es tradición que hasta aquí venga a congraciarse la gente desunida. Es mi creencia que así como manejo trigo o aceite, y voy y vengo, y me considero un ser afortunado, igual pudiera haber seguido mi primera y natural inclinación al trabajo de la madera y el barro o la piedra sin haberme considerado jamás maldecido ni extraño a los asuntos de mi tiempo, sino que hubiera igual también vivido conforme, satisfecho, de la misma manera que tantos otros, que yo conozco, dedicados en esta ciudad a la imaginería o a la pintura, que cumplen con su trabajo con más o menos perfección y acierto según sus méritos y cualidades, y viven en acuerdo con su condición, teniendo medianamente un buen pasar. Mi madre pensaba que el aire de la desgracia llegaba desde fuera. Mas no es tal. Mi padre hubiera sido infeliz en cualquier circunstancia, y mi hermano hubiese muerto en todo caso. Por no hablar del azar, cuyas tretas yo, debido a los avatares de mi profesión, he sufrido más de una vez y por ello le guardo considerado temor. Pedro Milano no proyectó en su juventud terminar sus días en Zaragoza. Ni siquiera se llamaba Milano. Cuando llegó a la ciudad se le empezó a conocer con ese apodo, que le señalaba como extranjero y por el que todo el mundo sabría a qué atenerse. Milano se convirtió finalmente en mi apellido y es el de mis tres hijos y así será hasta que nuestra estirpe se extinga, sin que jamás haya yo sabido el verdadero nombre de mi familia, que ya dejó de serlo por no ser dicho. Otra muestra más del respeto debido al azar, capacitado para delinear vidas en diferentes formas a su antojo o también apagarlas sin más.

© 2006 Luisa Miñana Rodrigo

2 comentarios:

Isabel Barceló Chico dijo...

Un arranque magistral, luisa. La cantidad de información que proporcionas en estos primeros párrafos es realmente grande y muy inteligentemente enlazada. La lectura resulta muy amena y fácil de seguir, al mismo tiempo que nos introduce en otra época. Te felicito por este libro. Besos, querida amiga.

Anónimo dijo...

Bueno Luisa, muy interesante, así que lo dicho, si se puede adquirir algún libro , me dices dónde.
S. Manrique.