domingo, 25 de diciembre de 2011

Ritos, ciclos y "Hélices"




“La ciencia es la observación de las cosas posibles, ya sean presentes o pasadas. La presciencia es el conocimiento de las cosas que pueden ocurrir en el futuro, aunque sea lentamente” (Leonardo da Vinci)








A la hora en que murió Leonardo da Vinci yo comía un bocadillo en la Galería de los Uffizzi con una cerveza.
Escuché la noticia a otra turista, que andaba para atrás sin dejar de hablar.
Y le chisté. Y la llamé loca y mentirosa.
Pero Da Vinci había muerto, sin que sirviera de nada mi devoción por la Última Cena de Milán o la Adoración inacabada de los Reyes Magos

A los perpetuadores de códigos: no os lo perdonaré nunca.

Amé a Leonardo.
Le seguí amando aun después de descubrir al amanecer, en la Toscana,  la simpleza del misterio del sfumatto, contra los cipreses azules y las torres fortaleza de San Giminiano, sobre mis lágrimas.
Y le amo ahora que lo han asesinado,  como a todos los librepensadores les sucede tarde o temprano: en hogueras de dólares y de celuloide, empaquetado en la saliva de la Gorgona y del proceso digestivo de los rumiantes.

Amé a Leonardo, a pesar de que hacía autopsias y de que él a su vez amaba los cadáveres. Como Miguel Servet,
el ciclotímico criado por las monjas de Sijena, a quien Calvino aborreció más que a Dios. Y acabó matándole.
La raíz de la sabiduría está en la muerte. En entenderla.
¿Quién la entiende?

Amé a Leonardo porque durante quinientos años ha encandilado a toda la humanidad con una sola sonrisa sin importancia, como una nube. Porque supo adueñarse de esa sonrisa en un toque único de óleo y color en la comisura de los labios, como una babita de niño.

Le seguí amando.

A los voceadores de códigos: la muerte no es sólo un espectáculo. No os servirá negaros, y entonces lo entenderéis.

Cuando murió Leonardo da Vinci, en Francia, en la corte exquisita de Francisco I, el enemigo de Carlos V, el emperador,
yo estaba frente a su casa italiana, aguardándole, echándole de menos desde el aciago día de la caída de Roma.
Él sabía dibujar el tiempo en forma de multitud de variaciones de ondas, de caracolas, de hélices, ruedas y tuercas, de peinados preciosos e infinitos para aquella mujer,
siempre la misma, que le ayudaba a descansar cuando sus máquinas le comían los huesos,
aquella mujer
que tenía cuerpo de animal y le sonreía como un hombre.



("Hélices", poema incluido en Las esquinas de la Luna. Ed. Eclipsados, 2009)




2 comentarios:

39escalones dijo...

Ya lo dije y lo repito: me encanta this poem.
Besos

39escalones dijo...

Uno de mis poemas favoritos forever and ever, you know.
Besos