Seguía sofocada y algo descontrolada cuando volvía a casa. Se había aventurado a la calle, tan insegura aquellos días, porque necesitaba comprar algún alimento. La comida todavía escaseaba y no era nada fácil encontrar ni siquiera un poco de pan o alguna legumbre. Estaba algo asustada todo el tiempo, pero, aunque su hermana Angelines, casada desde hacía un par de años, vivía cerca, prefirió quedarse sola en casa porque su cuñado no le gustaba demasiado, con aquel bigote pasado de moda y su olor cerrado a anís y coñac. Lo encontraba muy mayor. Recorrió varias tiendas del barrio e incluso se atrevió a llegar, no sin temor y mucha precaución, hasta la esquina de la Avenida de San José, a los ultramarinos de don Joaquín, donde una vecina le había dicho que tenían todavía patatas y algo de bacalao. Buscó comida para dos, porque sabía muy bien que los padres de Alonso, lo mismo que los suyos, no estaban en la ciudad. Aunque los hijos ya habían nacido en Zaragoza, las dos familias eran del mismo pueblo. Los padres de Alonso y Magdalena conservaban la costumbre de volver casi todos los años para ayudar en la siega durante unos días, los que podían, a los hermanos que allí estaban. La tierra seguía siendo para ellos la vida, algo mucho más seguro, después de todo, que el frágil trabajo de la ciudad. En aquella ocasión la sublevación militar les había pillado pues en el pueblo y de momento no había forma de retornar. ¿Por qué hacía aquello Magdalena? No se lo preguntaba en la mañana de finales de julio de 1936, cuando al regresar y encontrarse a Alonso Ríos, como suponía, en el rellano del segundo piso, donde ella vivía, le hizo simplemente una seña afirmativa con la cabeza y él la siguió dentro de la casa.
Durante varias horas no pronunciaron palabra. Magdalena recorrió el largo y oscuro pasillo hasta la cocina con el aliento denso de Alonso detrás de la nuca. Sin mirarle, dejó las provisiones sobre el mármol y atizó el fuego de la cocinilla que había dejado encendido. Puso un poco del escaso carbón que ya le quedaba para avivarlo. Alonso la seguía, con los ojos ligeramente entornados, desde el quicio de la puerta. Ella dejó sobre la mesa una olla, desparramó un puñado de lentejas y comenzó a separarlas de las piedrecicas y otras partículas que iban apareciendo entre las redondillas legumbres de diferentes tonos. Puñado que tríaba, puñado que caía ruidosamente en la cazuela. Parecía muy concentrada e iba muy rápido, como acelerada. Casi había terminado, cuando Alonso la alcanzó en dos zancadas y le besó en el cuello. En su estremecimiento Magdalena volcó la cazuela, derramando su contenido por el suelo. La ciudad estaba en guerra, el país estaba en guerra, pero el mundo acababa de empezar en la cocina de la casa de Magdalena. No sabía qué hacer y lloraba con mansedumbre, mientras Alonso la abrazaba por la espalda y la recorría, con sus manos grandes y ásperas de albañil, desde los muslos blancos hasta los pechos temblorosos, mientras ella lo deseaba tanto como deseaba no estar allí en aquel momento. Alonso la volvió hacia él y mordió sus labios, primero con suavidad, de poco en poco, al tiempo que le tarareaba al oído, embarrastronando la voz muy bajita, el estribillo de “los cuatro muleros” una y otra vez, buscándole a ratos el nacimiento del pelo donde dejaba con brevedad su boca húmeda y tibia. Ella iba enloqueciendo y él la sintió entregada, pero indefensa. Titubeó un momento. Luego calló y la beso muy largo en la boca, llevado ya sordamente por las ganas, desabrochándole con rapidez el ligero vestido de algodón, acariciándola sobre la enagua tan suave. La sentó sobre él con prisa, acomodados ambos en la vieja silla de enea, que había junto a la mesa. No quería interrumpir el juego para buscar el dormitorio. No quería separarla de su cuerpo ni un milímetro. Magdalena no dejó de llorar y no sintió casi nada, ni bueno ni malo, cuando él anduvo por ella adentro sin miramiento. No sabía muy bien qué pensar. Le dejó hacer. Estaba desconcertada y aturdida. Pero quería volver a comenzar porque ya echaba de menos el primer contacto eléctrico de la piel de Alonso y porque quería aprender a amarle hasta el final con la misma locura que la había vapuleado en ese instante inicial de la pasión.
Durante aquel verano, en verdad, ella aprendió a amarle y fue feliz. Durante aquel verano él fue enamorándose sin querer de aquella mujer, que ni le había preguntado por qué se había quedado a su lado, y fue feliz también, aunque había cosas de Magdalena que no acabaran de encontrar un sitio en sus entendederas. Aquella tarde de finales de julio, después de la comida, en la que no hubo lentejas y en la que no alcanzaron a hablarse todavía porque no hubieran sabido qué decir, volvieron a amarse, completamente desnudos, entre la penumbra buscada de la hora de la siesta, al margen del miedo que todos sentían en esos días, al margen de la historia, al margen de sí mismos. Durante el resto del verano no dejaron de amarse ni un solo día, con tan intensa dedicación que todavía veinte años después Sor María Magdalena veía pasar por su cabeza con total nitidez, escena a escena, entre salves y jaculatorias, azorada, atribulada de nuevo, con el corazón en la garganta y en las sienes, cada uno de los días que vivió junto a Alonso, quien apenas salió de la casa en todo el tiempo, de tal manera que sólo vivía para ella, entregado a la tarea de verla contenta y de inventar nuevos juegos amorosos para ella.
Durante el resto de aquel verano no dejaron de amarse ni un solo día y si no fueron completamente felices, con la felicidad de quien vive un único instante, de quien no acumula compromiso ni con su pasado ni con su futuro, no fue por la guerra, - cada día que pasaba más guerra y menos asonada de cuartel,- puesto que la guerra les brindaba la coartada sentimental y cierta que necesitaban; puesto que ellos contaban sus días en otro calendario. Fue porque Magdalena empezó a tener remordimientos, a pesar de la coartada, a pesar de decirse cada minuto que nunca había sido tan feliz. No eran remordimientos por amar a un hombre como Alonso, - tan alejado de sus convicciones y de su vida hasta ese momento,- pues, en realidad, le había amado toda la vida. Con esa contradicción desavenida habría podido convivir su alma de joven católica, al menos hasta que la pasión se amortiguara, hasta que se desvaneciera la satisfacción de la conquista. Los remordimientos venían respecto a ella misma, y, sí, por su muy aprendida fe religiosa y por el puño con que la amendrantadora educación moral que de sus padres había recibido la atenazaba de noche, hasta que conseguía dormirse. Porque, según iban pasando los días e iba adentrándose en las todas las formas del amor que le enseñaba Alonso, notaba crecer por todos sus poros lo que ella llamó, con gran escándalo de su confesor, el hábito de la concupiscencia, que la lanzaba en brazos de su amante, más que por amor, por el placer de sentirse a sí misma extrañándose en su propio deleite, tan ajena a todo lo que ella había sido hasta entonces que quizás empezaba a perderse un poco en el vértigo de esa libertad. Además, Magdalena siempre había sido un poco mística en todo. Pero su confesor no lo entendería en absoluto así, en aquellos tiempos de reafirmación a ultranza de la vida católica en la ciudad, y la conminaría con atronadoras amenazas para que pusiera final a pasión tan ignominiosa. La ciudad entera olía a incienso y resonaban a todas horas las campanas y las oraciones, las arengas y las banderas, que sólo descansaban cuando se anunciaba un bombardeo, que no siempre ocurría. En este mar, Magdalena nadaba a contracorriente. Magdalena había descubierto el amor a destiempo. La ciudad se había vuelto en contra suya y ella se angustiaba cada vez que salía a la calle, sola.
El día tres de septiembre Magdalena, por fin, confesó antes de la misa que en El Pilar se celebró al cumplirse un mes del milagro que dejó sin explotar las bombas arrojadas sobre el templo. Había gran gentío y después de la misa procesión solemne. Aunque Alonso nunca hasta entonces había querido tomarse muy en serio sus manías religiosas, como él las llamaba sin hacerles mucho caso, aquel día le pidió que no fuera a la misa ni a la procesión. Era como si la mujer que le amaba y a la que él, sin saberlo muy bien, amaba ya, también le estuviera traicionando. Porque casi todos los que iban a celebrar aquella dramaturgia podrían denunciarle llegado el caso, o incluso darle muerte, si en tal tesitura se vieran. Y si supieran que ella era su amante, también ella correría igual suerte. Una guerra es lo que es. Eso le dijo un momento antes de que Magdalena atravesara con su alfiler de nácar la mantilla de blonda con que cubrió su cabeza para salir. Y se lo dijo, más que por convencimiento intelectual de lo que expresaba por su boca, llevado por la desesperación que empezaba a sentir, pues cada día se había hecho más elocuente la tribulación de Magdalena, cada día se había hecho más claro que no tardaría en pedirle que se fuera. Alonso, como un niño grande que sólo quería conservar lo que le hacía bien, hubiera podido pasarse toda la guerra encerrado en aquella casa, cuidado y mimado por aquella mujer, amándola en un mundo sin raíces. Amándose ambos sin más. No sería posible. Como dejaron de serlo muchas otras cosas en aquellos días. Cuando Magdalena se alzó del confesionario, acunada por los cánticos de alabanza que hacían levitar la basílica entera del Pilar fue como si de un sueño pasara a otro completamente diferente. El mundo se abría a sus pies y un gran abismo negro y angustioso le atenazaba todo su ser.
Oyó misa, olió incienso y cera derretida, oyó cantos, oyó todo lo que andaba buscando oír para hacerse fuerte y echar de su vida a Alonso, para convencerse de que su amor no era bueno, de que era necesario huir de aquel recinto de placer y amor en que su casa y su alcoba se habían convertido en los últimos tiempos. Terminó de convencerse de que era culpable. Y Alonso, aún más culpable que ella, que le había amado con la pulcritud de la adolescencia y ni siquiera se atrevía al principio a mirarle abiertamente. El la había atraído hacia el pecado, la había encantado como una serpiente, se había aprovechado de su ingenuidad, de su amor por él. La había embrujado y no había sido más ella. Cuando terminó la procesión, bien entrado el mediodía, Magdalena era ya más Sor María Magdalena del Perdón que la muchacha que había sido amada al alba de aquel mismo día, por última vez, por el hombre al que ella había adorado en secreto desde que era una niña. Y no obstante, ahora, convertido terriblemente en su cabeza en un demonio que la aniquilaba, angustiada por la tortura de sus sentimientos, no hubiera dudado en empujarlo hasta la misma cárcel y echar ella misma los cerrojos y arrojar la llave bajo la corriente del Ebro, en su pozo más hondo. No regresó a su casa. Fue a donde su hermana y, llorando y entre ahogos, le contó durante toda la tarde sus andazas de las últimas semanas, como en un exorcismo.
Alonso fue inquietándose conforme pasaban las horas y Magdalena no regresaba. Estaba asustado porque, aunque la ciudad se había ido calmando en los últimos días, teniendo en cuenta las circunstancias, -y las circunstancias eran una guerra-, había calles donde sonaban los fusiles de repente, en las que cuadrillas de soldados o civiles arrastraban a algún preso, en las que se oían voces como truenos, en las que caía el silencio luego como una losa ante una cueva. Aquella noche, a primera hora, Alonso llevó a cabo el único acto de valentía de toda su vida, puesto que, despreciando el riesgo que corría, se lanzó a la calle en busca de Magdalena, lleno de angustia por su tardanza. Lo hizo sin pensar y sólo en ese momento de desconcierto, cuando su corazón marchaba a mil por hora, sintió de veras –como en un acto de revelación inconsciente- cuánto amaba a Magdalena, cuánto se le había enredado aquella mujer por los centros. Sabía la dirección de Angelines, la hermana de su amante, porque ella misma se la había hecho memorizar un día, por si acaso. Allí se fue, con la esperanza, no tanto de encontrarla en esa casa, como de que su familia le ayudara a buscarla. Sólo pensaba que alguien les había delatado y que la habían cogido presa. Alonso sabía lo que había sucedido, desde los primeros días de la sublevación con muchas mujeres, compañeras ellas mismas o esposas y novias de compañeros huidos de la ciudad. Llamó sin miramiento a la puerta de Angelines, quien le dijo sin tapujos que Magdalena estaba allí, que no quería verle, que le había contado todo lo que había pasado, que no le iba a dejar entrar, que él era un ruin, un sinvergüenza, un ateo sin moral ni sentimientos, que se había aprovechado de una pobre niña sola. Cuando Alonso intentó apartar a Angelines y colarse en la casa, se topó con el marido de ésta, que pistola en mano le golpeó en la cara y le sacó de un puntapié a la calle, y mira que no te denuncio, no sé por qué, pero lárgate aprisa porque a lo mejor todavía me lo pienso y mañana subes en un camión para Torrero.
Veinte años después, a principios de julio, Alonso Ríos había vuelto al barrio. Había enterrado a su madre en el mejor coche fúnebre y en la mejor tumba. Había mandando limpiar el piso, había llenado la despensa, y se había instalado solo en él, dejando a la puerta del edificio uno de los poquísimos automóviles que había por allí. Nadie le dijo nada. Fueron todos al entierro de la madre como a un acto oficial. Al cabo, Alonso era ahora un puesto importante del Sindicato del régimen y nadie podía negarle el derecho de volver a su casa, aunque hiciera años que apenas venía por allí, sólo alguna vez a ver a su madre, viuda ya desde el final de la guerra, si bien por causa de la enfermedad del corazón que padecía el padre de Alonso, que no aguantó el sufrimiento de esos años, el pobre, como decía su madre, Marcelina. Pasados unos días del entierro de ésta, los vecinos empezaron a acostumbrarse a tratar a Alonso con normalidad, por lo menos en su presencia. Si le criticaban, sería a sus espaldas, como a todo el mundo. Hasta el propio marido de Angelines, que lo había seguido viendo a veces todos estos años en el Sindicato, le daba conversación en la escalera, cuando iba con su mujer a casa de su suegra. Y eso que no le caía bien, como no caen bien los chivatos ni los delatores. El marido de Angelines había sabido hace años, pues todo se acaba sabiendo, que aquella noche, después de que él mismo lo empujó a la calle, Alonso no acudió a buscar refugio entre sus compañeros. Llamó a un sargento de la policía que conocía un poco por las manifestaciones, huelgas y otros asuntos de la federación y ofreció un trato. No quería salir de la ciudad. Era un cobarde. O quizás no podía pensar en alejarse tanto de Magdalena. No era capaz de entender que ya nunca la vería. Quizás, orgullosamente, no soportaba sentirse relegado, rechazado. Quizás no pudiera admitir aquel absurdo de la renuncia a un amor que empezaba apenas a crecer y que a él se le había quedado dentro, seguramente porque Magdalena era la única mujer que le había amado entregadamente, en serio. Quizás porque sabía que Magdalena le había querido siempre, a pesar de todos los pesares. Era necesario conservar todavía la esperanza de recuperarla. Algunos de sus amigos y camaradas sufrieron el precio de esta locura de amor, cuyo aliento todavía nublaba la mirada de Sor María Magdalena del Perdón, de letanía en letanía, mientras cosía camisitas para los niños del hospicio Pignatelli. Mientras estaba segura de que Alonso Ríos había vuelto a esperarla y que se quedaría pegado a la sombra de la curva de la escalera hasta que la viera ascender por ella.
Durante varias horas no pronunciaron palabra. Magdalena recorrió el largo y oscuro pasillo hasta la cocina con el aliento denso de Alonso detrás de la nuca. Sin mirarle, dejó las provisiones sobre el mármol y atizó el fuego de la cocinilla que había dejado encendido. Puso un poco del escaso carbón que ya le quedaba para avivarlo. Alonso la seguía, con los ojos ligeramente entornados, desde el quicio de la puerta. Ella dejó sobre la mesa una olla, desparramó un puñado de lentejas y comenzó a separarlas de las piedrecicas y otras partículas que iban apareciendo entre las redondillas legumbres de diferentes tonos. Puñado que tríaba, puñado que caía ruidosamente en la cazuela. Parecía muy concentrada e iba muy rápido, como acelerada. Casi había terminado, cuando Alonso la alcanzó en dos zancadas y le besó en el cuello. En su estremecimiento Magdalena volcó la cazuela, derramando su contenido por el suelo. La ciudad estaba en guerra, el país estaba en guerra, pero el mundo acababa de empezar en la cocina de la casa de Magdalena. No sabía qué hacer y lloraba con mansedumbre, mientras Alonso la abrazaba por la espalda y la recorría, con sus manos grandes y ásperas de albañil, desde los muslos blancos hasta los pechos temblorosos, mientras ella lo deseaba tanto como deseaba no estar allí en aquel momento. Alonso la volvió hacia él y mordió sus labios, primero con suavidad, de poco en poco, al tiempo que le tarareaba al oído, embarrastronando la voz muy bajita, el estribillo de “los cuatro muleros” una y otra vez, buscándole a ratos el nacimiento del pelo donde dejaba con brevedad su boca húmeda y tibia. Ella iba enloqueciendo y él la sintió entregada, pero indefensa. Titubeó un momento. Luego calló y la beso muy largo en la boca, llevado ya sordamente por las ganas, desabrochándole con rapidez el ligero vestido de algodón, acariciándola sobre la enagua tan suave. La sentó sobre él con prisa, acomodados ambos en la vieja silla de enea, que había junto a la mesa. No quería interrumpir el juego para buscar el dormitorio. No quería separarla de su cuerpo ni un milímetro. Magdalena no dejó de llorar y no sintió casi nada, ni bueno ni malo, cuando él anduvo por ella adentro sin miramiento. No sabía muy bien qué pensar. Le dejó hacer. Estaba desconcertada y aturdida. Pero quería volver a comenzar porque ya echaba de menos el primer contacto eléctrico de la piel de Alonso y porque quería aprender a amarle hasta el final con la misma locura que la había vapuleado en ese instante inicial de la pasión.
Durante aquel verano, en verdad, ella aprendió a amarle y fue feliz. Durante aquel verano él fue enamorándose sin querer de aquella mujer, que ni le había preguntado por qué se había quedado a su lado, y fue feliz también, aunque había cosas de Magdalena que no acabaran de encontrar un sitio en sus entendederas. Aquella tarde de finales de julio, después de la comida, en la que no hubo lentejas y en la que no alcanzaron a hablarse todavía porque no hubieran sabido qué decir, volvieron a amarse, completamente desnudos, entre la penumbra buscada de la hora de la siesta, al margen del miedo que todos sentían en esos días, al margen de la historia, al margen de sí mismos. Durante el resto del verano no dejaron de amarse ni un solo día, con tan intensa dedicación que todavía veinte años después Sor María Magdalena veía pasar por su cabeza con total nitidez, escena a escena, entre salves y jaculatorias, azorada, atribulada de nuevo, con el corazón en la garganta y en las sienes, cada uno de los días que vivió junto a Alonso, quien apenas salió de la casa en todo el tiempo, de tal manera que sólo vivía para ella, entregado a la tarea de verla contenta y de inventar nuevos juegos amorosos para ella.
Durante el resto de aquel verano no dejaron de amarse ni un solo día y si no fueron completamente felices, con la felicidad de quien vive un único instante, de quien no acumula compromiso ni con su pasado ni con su futuro, no fue por la guerra, - cada día que pasaba más guerra y menos asonada de cuartel,- puesto que la guerra les brindaba la coartada sentimental y cierta que necesitaban; puesto que ellos contaban sus días en otro calendario. Fue porque Magdalena empezó a tener remordimientos, a pesar de la coartada, a pesar de decirse cada minuto que nunca había sido tan feliz. No eran remordimientos por amar a un hombre como Alonso, - tan alejado de sus convicciones y de su vida hasta ese momento,- pues, en realidad, le había amado toda la vida. Con esa contradicción desavenida habría podido convivir su alma de joven católica, al menos hasta que la pasión se amortiguara, hasta que se desvaneciera la satisfacción de la conquista. Los remordimientos venían respecto a ella misma, y, sí, por su muy aprendida fe religiosa y por el puño con que la amendrantadora educación moral que de sus padres había recibido la atenazaba de noche, hasta que conseguía dormirse. Porque, según iban pasando los días e iba adentrándose en las todas las formas del amor que le enseñaba Alonso, notaba crecer por todos sus poros lo que ella llamó, con gran escándalo de su confesor, el hábito de la concupiscencia, que la lanzaba en brazos de su amante, más que por amor, por el placer de sentirse a sí misma extrañándose en su propio deleite, tan ajena a todo lo que ella había sido hasta entonces que quizás empezaba a perderse un poco en el vértigo de esa libertad. Además, Magdalena siempre había sido un poco mística en todo. Pero su confesor no lo entendería en absoluto así, en aquellos tiempos de reafirmación a ultranza de la vida católica en la ciudad, y la conminaría con atronadoras amenazas para que pusiera final a pasión tan ignominiosa. La ciudad entera olía a incienso y resonaban a todas horas las campanas y las oraciones, las arengas y las banderas, que sólo descansaban cuando se anunciaba un bombardeo, que no siempre ocurría. En este mar, Magdalena nadaba a contracorriente. Magdalena había descubierto el amor a destiempo. La ciudad se había vuelto en contra suya y ella se angustiaba cada vez que salía a la calle, sola.
El día tres de septiembre Magdalena, por fin, confesó antes de la misa que en El Pilar se celebró al cumplirse un mes del milagro que dejó sin explotar las bombas arrojadas sobre el templo. Había gran gentío y después de la misa procesión solemne. Aunque Alonso nunca hasta entonces había querido tomarse muy en serio sus manías religiosas, como él las llamaba sin hacerles mucho caso, aquel día le pidió que no fuera a la misa ni a la procesión. Era como si la mujer que le amaba y a la que él, sin saberlo muy bien, amaba ya, también le estuviera traicionando. Porque casi todos los que iban a celebrar aquella dramaturgia podrían denunciarle llegado el caso, o incluso darle muerte, si en tal tesitura se vieran. Y si supieran que ella era su amante, también ella correría igual suerte. Una guerra es lo que es. Eso le dijo un momento antes de que Magdalena atravesara con su alfiler de nácar la mantilla de blonda con que cubrió su cabeza para salir. Y se lo dijo, más que por convencimiento intelectual de lo que expresaba por su boca, llevado por la desesperación que empezaba a sentir, pues cada día se había hecho más elocuente la tribulación de Magdalena, cada día se había hecho más claro que no tardaría en pedirle que se fuera. Alonso, como un niño grande que sólo quería conservar lo que le hacía bien, hubiera podido pasarse toda la guerra encerrado en aquella casa, cuidado y mimado por aquella mujer, amándola en un mundo sin raíces. Amándose ambos sin más. No sería posible. Como dejaron de serlo muchas otras cosas en aquellos días. Cuando Magdalena se alzó del confesionario, acunada por los cánticos de alabanza que hacían levitar la basílica entera del Pilar fue como si de un sueño pasara a otro completamente diferente. El mundo se abría a sus pies y un gran abismo negro y angustioso le atenazaba todo su ser.
Oyó misa, olió incienso y cera derretida, oyó cantos, oyó todo lo que andaba buscando oír para hacerse fuerte y echar de su vida a Alonso, para convencerse de que su amor no era bueno, de que era necesario huir de aquel recinto de placer y amor en que su casa y su alcoba se habían convertido en los últimos tiempos. Terminó de convencerse de que era culpable. Y Alonso, aún más culpable que ella, que le había amado con la pulcritud de la adolescencia y ni siquiera se atrevía al principio a mirarle abiertamente. El la había atraído hacia el pecado, la había encantado como una serpiente, se había aprovechado de su ingenuidad, de su amor por él. La había embrujado y no había sido más ella. Cuando terminó la procesión, bien entrado el mediodía, Magdalena era ya más Sor María Magdalena del Perdón que la muchacha que había sido amada al alba de aquel mismo día, por última vez, por el hombre al que ella había adorado en secreto desde que era una niña. Y no obstante, ahora, convertido terriblemente en su cabeza en un demonio que la aniquilaba, angustiada por la tortura de sus sentimientos, no hubiera dudado en empujarlo hasta la misma cárcel y echar ella misma los cerrojos y arrojar la llave bajo la corriente del Ebro, en su pozo más hondo. No regresó a su casa. Fue a donde su hermana y, llorando y entre ahogos, le contó durante toda la tarde sus andazas de las últimas semanas, como en un exorcismo.
Alonso fue inquietándose conforme pasaban las horas y Magdalena no regresaba. Estaba asustado porque, aunque la ciudad se había ido calmando en los últimos días, teniendo en cuenta las circunstancias, -y las circunstancias eran una guerra-, había calles donde sonaban los fusiles de repente, en las que cuadrillas de soldados o civiles arrastraban a algún preso, en las que se oían voces como truenos, en las que caía el silencio luego como una losa ante una cueva. Aquella noche, a primera hora, Alonso llevó a cabo el único acto de valentía de toda su vida, puesto que, despreciando el riesgo que corría, se lanzó a la calle en busca de Magdalena, lleno de angustia por su tardanza. Lo hizo sin pensar y sólo en ese momento de desconcierto, cuando su corazón marchaba a mil por hora, sintió de veras –como en un acto de revelación inconsciente- cuánto amaba a Magdalena, cuánto se le había enredado aquella mujer por los centros. Sabía la dirección de Angelines, la hermana de su amante, porque ella misma se la había hecho memorizar un día, por si acaso. Allí se fue, con la esperanza, no tanto de encontrarla en esa casa, como de que su familia le ayudara a buscarla. Sólo pensaba que alguien les había delatado y que la habían cogido presa. Alonso sabía lo que había sucedido, desde los primeros días de la sublevación con muchas mujeres, compañeras ellas mismas o esposas y novias de compañeros huidos de la ciudad. Llamó sin miramiento a la puerta de Angelines, quien le dijo sin tapujos que Magdalena estaba allí, que no quería verle, que le había contado todo lo que había pasado, que no le iba a dejar entrar, que él era un ruin, un sinvergüenza, un ateo sin moral ni sentimientos, que se había aprovechado de una pobre niña sola. Cuando Alonso intentó apartar a Angelines y colarse en la casa, se topó con el marido de ésta, que pistola en mano le golpeó en la cara y le sacó de un puntapié a la calle, y mira que no te denuncio, no sé por qué, pero lárgate aprisa porque a lo mejor todavía me lo pienso y mañana subes en un camión para Torrero.
Veinte años después, a principios de julio, Alonso Ríos había vuelto al barrio. Había enterrado a su madre en el mejor coche fúnebre y en la mejor tumba. Había mandando limpiar el piso, había llenado la despensa, y se había instalado solo en él, dejando a la puerta del edificio uno de los poquísimos automóviles que había por allí. Nadie le dijo nada. Fueron todos al entierro de la madre como a un acto oficial. Al cabo, Alonso era ahora un puesto importante del Sindicato del régimen y nadie podía negarle el derecho de volver a su casa, aunque hiciera años que apenas venía por allí, sólo alguna vez a ver a su madre, viuda ya desde el final de la guerra, si bien por causa de la enfermedad del corazón que padecía el padre de Alonso, que no aguantó el sufrimiento de esos años, el pobre, como decía su madre, Marcelina. Pasados unos días del entierro de ésta, los vecinos empezaron a acostumbrarse a tratar a Alonso con normalidad, por lo menos en su presencia. Si le criticaban, sería a sus espaldas, como a todo el mundo. Hasta el propio marido de Angelines, que lo había seguido viendo a veces todos estos años en el Sindicato, le daba conversación en la escalera, cuando iba con su mujer a casa de su suegra. Y eso que no le caía bien, como no caen bien los chivatos ni los delatores. El marido de Angelines había sabido hace años, pues todo se acaba sabiendo, que aquella noche, después de que él mismo lo empujó a la calle, Alonso no acudió a buscar refugio entre sus compañeros. Llamó a un sargento de la policía que conocía un poco por las manifestaciones, huelgas y otros asuntos de la federación y ofreció un trato. No quería salir de la ciudad. Era un cobarde. O quizás no podía pensar en alejarse tanto de Magdalena. No era capaz de entender que ya nunca la vería. Quizás, orgullosamente, no soportaba sentirse relegado, rechazado. Quizás no pudiera admitir aquel absurdo de la renuncia a un amor que empezaba apenas a crecer y que a él se le había quedado dentro, seguramente porque Magdalena era la única mujer que le había amado entregadamente, en serio. Quizás porque sabía que Magdalena le había querido siempre, a pesar de todos los pesares. Era necesario conservar todavía la esperanza de recuperarla. Algunos de sus amigos y camaradas sufrieron el precio de esta locura de amor, cuyo aliento todavía nublaba la mirada de Sor María Magdalena del Perdón, de letanía en letanía, mientras cosía camisitas para los niños del hospicio Pignatelli. Mientras estaba segura de que Alonso Ríos había vuelto a esperarla y que se quedaría pegado a la sombra de la curva de la escalera hasta que la viera ascender por ella.
*La imagen es una fotografía del Coso zaragozano en los años treinta.
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